Sabemos que la intensidad de ésta, nuestra virtud, es directamente proporcional al éxito en la vida que el ausente pueda tener. A mayor éxito, mayor virulencia.
Sabemos que en realidad lo hacemos por ellos. Cuando un investigador, músico, bailarín o actor triunfa en el extranjero puede ser vulnerable al engolamiento, la egolatría o simplemente la amnesia de raíces patrias.
Sabemos que, descuartizándolos mediante el afilado adjetivo castellano, los inmunizamos contra los peligrosos males que acechan a los hombres y mujeres que han alcanzado su plenitud personal o profesional.
Realmente es un acto ejemplar y cristiano que dice mucho de cómo los nuestros se preocupan de los nuestros.
Lo que no sabemos es que éste ancestral impulso encuentra sus raíces en la sierra burgalesa de Atapuerca. Según los investigadores, nuestros antepasados tenían por costumbre devorar a los suyos hace 800.000 años. Lo más inquietante es que no lo hacían por necesidad. Se trataba de una especie de ritual para reforzar al grupo. Lógicamente, con las distintas invasiones extranjeras que sufrimos nos vimos obligados a sublimar el impulso por las prácticas modistas ya mencionadas.
Algunos preguntarán… ¿Cómo sabemos que aquellos hombres eran realmente españoles? Las palabras de la investigadora del yacimiento Marina Lozano no dejan lugar a dudas:
““También se han encontrado restos de huesos rotos para sacarles la médula o marcas de dientes humanos en falanges que indican que alguien trató de rebañar en esos huesos””
Cocinar y –según restos traslúcidos encontrados- rebañar. ¿Qué puede haber más español?
Otra faceta de nuestras gentes es que eran carroñeros, lo que daría una buena explicación del éxito de la incipiente industria de la prensa rosa, amarilla y negra en nuestro país. Pero eso es otra historia.
Recuerden. Hablen mal de los suyos cuando les vaya bonito. Ellos no lo entenderán, pero les estarán haciendo un favor. Y que den gracias que no están en el fondo de un puchero.