9 nov 2007

Bendito soliloquio

Contaba el Marqués de Vilallonga que su abuela opinaba que los españoles no hablan, sino que se limitan a esperar a que el otro calle para poder hablar, por lo que durante su infancia le impuso ejercicios en los que le obligaba a escuchar a su interlocutor sin posibilidad de interrumpirlo. Obviamente esta práctica forma parte de la tradición pedagógica de la aristocracia española que, equivocadamente, ha mirado más a Londres y a París que a Valladolid. Y es que el diálogo no es tan ajeno a los buenos españoles como el roast beef o la Vichyssoise. Según la Real Academia de la Lengua Española, el diálogo es una “Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos.”. Lo que despoja al diálogo de toda posibilidad de formar parte de nuestra cultura es esa palabra profundamente anti-imperial: alternativamente. No hemos regado el mundo con nuestra sangre ni forjado un Imperio que llegó a rivalizar con el mismo sol para ahora tener que callarnos. Lo nuestro es el soliloquio, el dominio absoluto del monólogo, la subyugación total de las palabras hasta que éstas sean un fiel reflejo de la única verdad cierta: la nuestra. Y si quieren ejercer la palabra castellana con la mayor pureza posible, como una ofrenda viva a la hispanidad, hágalo muy alto. Que el sonido embote sus sentidos y los de los que le rodean. No le preocupe no escuchar a los demás ni interrumpirlos. Si son compatriotas, lo entenderán, y si no… ¿a quién le importa?
Ahí van dos ejemplos. José María Calleja e Isabel San Sebastián. Ambos son un referente del periodismo español y forman parte de la primera línea de los medios nacionales de mayor difusión, y como tal, no nos decepcionan. Aprendamos de los maestros.



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